El fin de semana está jugando,
se esconde hábil en el calendario,
entre los eternos lunes y jueves ignorados;
los miércoles, pobres, son días aciagos,
los viernes pasan volando en su dicha
de ser el previo día a la libertad que soñamos.
Pero nunca llega esa jornada doble,
esa esperanza casi cotidiana que se ufana
de ser un espacio donde todas las almas
danzan, cantan y resbalan contra la vida
que se precipita cada noche de sábado
hasta una amanecer que nos visita.
El domingo es el gran rey nuestro,
ese día perfecto donde las sábanas
de nuestra cama son el vasto reino
de los sueños, las series, el alimento,
todo parece transcurrir en ese espacio
donde no existe más límite que el sueño.
Pero su noche es una tragedia griega,
un dilema épico y lúgubre donde caen
todas y cada una de las esperanzas
de hacer acaso mil millones de cosas
que, seamos sinceros, todos sabemos
que son excusas que en silencio bebemos.
Y el martes queda escondido, pícaro,
el peor día, din duda alguna, lo sabe;
pues vemos la semana infinita, imprevista,
y la nostalgia nos acongoja con sus alas
cuyas plumas en nuestra abierta boca
nos hacen toser casi todas las neuronas.
Así miramos en la tele cada cosa
convencidos de que la realidad es una foca
que toca su cornetita y eso nos convoca
en disertaciones muy locas, muy serias,
nos peleamos, nos odiamos, nos amamos
a nosotros mismos hasta el sábado.
Hasta ese período lozano, imaginario,
para correr en las extensas praderas
de una rutina que funesta nos relega,
nos convence, nos miente, nos niega
que el finde es la única gran estrella
en estos tiempos de verdades a medias.
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