Nunca he tenido buenas percepciones de la realidad, o lo que algunos conocen como realidad. En verdad, me suelo ensimismar en mis cosas, en mi mundo, veo el reflejo de mis sueños en los demás. Pero esta historia, este breve relato, no versará sobre mí, aunque me cuesta salir de mi narcisismo, esta historia va a hablar de ella, o de lo que yo creo que es ella
Uno no termina de recordar exactamente como llegó a conocer a alguna persona y más todavía en que momento comienza el amor. Tal vez el amor exista desde antes, de manera latente en el corazón o el alma, esperando para hacerse presente.
La conocí, digamos, un día cualquiera de junio, de esos días grises y fríos, esos días en los cuales se respira algo de magia en el aire; ella estaba de pie frente a mí, con su manera tan especial, con su trato delicado, sus cabellos largos y su piel de luz de luna. No me di cuenta en aquel instante de lo que había encontrado: un tesoro hecho de la esencia de mis sueños.
Me dejé llevar por su belleza, por su simpatía, por su aparente fría pero sutil disposición hacia la gente. Hecho el cual convertía en milagro todo buen gesto, toda buena atención hacia mi persona, simplemente por el hecho de que esperaba algo especial de ella. Como una manera de darle rienda suelta a las ilusiones que siempre llegan.
Se antepuso el mundo interior al frío exterior de números y calidad productiva, por uno más íntimo de miradas y sonrisas, de charlas inútiles, de horas sin hacer nada más que soñar que me quería. Y eso con el tiempo duele, porque la realidad se antepone sobre todo, o eso intenta constantemente. Sería de locos o necios no ver lo que se sostiene entre las manos, no darse cuenta que todo es una quimera.
Pero la naturaleza de poeta es tenaz y uno persevera en esos encuentros, se distrae midiendo el tiempo no en horas, sino en la longitud de sus cabellos, en el color de sus ojos, o su sonrisa. Al final, cuando se termina, cuando ya no hay excusas para verse con quien amamos de manera idílica nos quedan los recuerdos de aquellos sueños de los cuales nacen versos, muchas palabras que mencionan posibilidades que quizás nunca fueron certezas.
Nada importan el mundo, el dinero o las cifras que dejan los proyectos, previas y finales. Simplemente existe el milagro de querer, de esperar un beso imposible, de ser parte de un anhelo, unir nuestra vida a otra y tener una nueva historia, otra vida.
Pero iba a hablar de ella, aunque, como leerán, existe un cristal por el cual no se ve a través sino que es un espejo donde pongo mis sueños. Y quizás por eso ella no sea más que eso, porque no niego que existe y que existe la posibilidad de querernos, pero no niego tampoco que todo esto no sea nada más que una locura nacida de un leve reflejo.
Porque tal vez este amor sea un sueño, porque fracaso en el mundo si de cifras hablamos, si medimos el éxito en cantidad, porque mi destino será quizás la nada, eso no importa si me llevo dentro, muy dentro, la calida sonrisa de aquellos momentos, fugaces, leves e inciertos en el alma.
Ella está ahí; su cuerpo es de este mundo, su alma de mundos inciertos. Y si existe gente como ella en el mundo cotidiano que nos rodea, lleno de guerras, de injusticia, muerte y hambre. Luchando día a día para hacer mejor, aunque sea un centímetro de este planeta, juro que vale la pena estar de este lado. Vale la pena seguir andando.
Aunque, lo digo una vez más, me es difícil develar que es verdad, metáfora o destello de estrella lejana. Puede ser que ella no exista nada más que en estas letras y que la mujer de la cual hablo sea una vacua silueta. Pero si ella es real en lo que se dice la empírea es bueno ser poeta, es bueno soñar porque los sueños valen la pena, llenarse el alma de dulzura al saber que no es de locos imaginar que hay gente buena en esta tierra.
Porque esta gente existe y yo descubrí una de ellas. Por eso la amo, por eso la sueño, por eso la llevo grabada a fuego en el alma, la reflejo en la pantalla de la realidad nuestra.
(*) Intento de prosa poética
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